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COVID-19: el fantasma de la Gran Depresión (3ra Parte y Final)

Ante la sensación colectiva de que esta crisis lo cambia todo o, al menos, plantea la necesidad de una reconfiguración global, el gran desafío es cómo construir una sociedad mundial postneoliberal, capaz de enfrentar las crisis futuras con la mirada puesta en el ser humano.

 


Jueves 14 de Mayo de 2020 | 12:00:00 AM 

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Al borde del abismo económico, ante la peor catástrofe en casi un siglo, los bancos centrales y los gobiernos han tenido que emplear todo su arsenal, poniendo en marcha inéditos y masivos planes financieros y de liquidez.

 

Los bancos centrales de todo el mundo –G20 y otros– intentan contrarrestar el desplome del nivel de actividad reduciendo, de forma masiva, los tipos de interés, a la vez que han anunciado amplias medidas de apoyo a las economías.

De manera emergente, en menos de 15 días durante el mes de marzo, la Reserva Federal (Fed) de Estados Unidos recortó la tasa de interés en 1.5 puntos, dejándola en un rango de 0.0 a 0.25 %; al tiempo que aumentó sus tenencias de bonos de deuda pública estadounidense y títulos respaldados por hipotecas en 700,000 millones de dólares –con la promesa de su compra ilimitada–, lo que supone la reactivación de la flexibilización monetaria (“QE”, por sus siglas en inglés).

Más recientemente, tras conocerse las malas cifras de la economía norteamericana, a principios de abril, la Fed anunció un ambicioso paquete de estímulos por 2,3 billones de dólares para otorgar préstamos a pequeñas y medianas empresas que gozaban de buena salud antes de la pandemia, y permitir a gobiernos estatales y municipales acceder a fondos. Es por mucho, el estímulo monetario más grande desde la crisis financiera del 2008.

Tras unos primeros titubeos, la autoridad monetaria europea –que desde hace algún tiempo tiene su tasa de interés en cero– ha pasado de “lo que sea necesario” de Mario Draghi para salvar el euro, en 2010, al “sin límites” de Christine Lagarde, la nueva presidenta del Banco Central Europeo (BCE) para combatir la COVID-19.

Del QE o compra de deuda soberana y corporativa –que alcanzó los 3 billones de euros en sus tres ejercicios de funcionamiento– del primero, al helicóptero de dinero –750.000 millones de euros– para asegurar la financiación de los planes de estímulo fiscal de los gobiernos; además de  la relajación de las reglas comunitarias que exigen un control total del déficit y de la deuda, el aumento notable de la liquidez reduciendo los requerimientos de capital que deben cumplir los bancos para conceder préstamos, y la movilización de 37.000 millones en inversiones a cargo de los fondos estructurales.

El Banco de Japón, que ha mantenido su tasa en cero durante años, puso en el mercado una inyección monetaria de 4.600 millones de dólares. Y, el Banco de China, ha ofrecido 115.000 millones de dólares (0,8 % de su PIB), para que el sistema financiero del país los haga circular, en condiciones más que ventajosas, a su amplio entramado empresarial.

Paralelamente, y en la medida en que la política monetaria se va quedando sin municiones –de hecho, no estaba funcionando de todos modos a la hora de restaurar la inversión empresarial, la productividad y el crecimiento, incluso antes de la epidemia del virus–, se aboga por nuevos estímulos fiscales: es decir, un aumento del gasto público y recortes de impuestos a través de déficits en los presupuestos

¡Políticas fiscales! es el grito universal de los economistas y los responsables políticos. El impulso fiscal de los países alrededor del mundo no tiene precedentes y ya alcanza los 8 billones de dólares. El Plan Marshall, para la reconstrucción de Europa al final de la Segunda Guerra Mundial, superó los 12.000 millones de dólares, equivalentes a algo más de 300.000 millones de dólares actuales.

Alemania, último reducto de la ortodoxia financiera, destaca por la contundencia de su reacción: destina un 4,4 % de su PIB a medidas de gasto público inmediato; un 14,6 % a retrasar impuestos y contribuciones; y un 32,2 % a otorgar créditos, avales y garantías para aumentar la liquidez. En total, el plan de expansión fiscal de Alemania asciende a unos 150.000 millones de euros (10 % del PIB).

Apenas EE.UU. mejora el gasto público inmediato de Alemania, debido a la particularidad del sistema estadounidense, con menos coberturas automáticas para los desempleados que Europa.

El Congreso norteamericano aprobó en marzo un plan de estímulo fiscal de proporciones históricas, superior a los 2 billones de dólares (2.2 billones) y equivalente a alrededor del 10 % del PIB del país, que complementa los esfuerzos de la Fed. Incluye billonarias exenciones tributarias para las empresas, subvenciones a las transnacionales del país y el envío de cheques por 1.200 dólares a más de cien millones de ciudadanos.

Estas medidas se suman a los 300.000 millones de dólares en créditos puente a interés cero para empresas en apuros. El nuevo paquete de estímulo es el triple del puesto en práctica en 2009 tras el estallido de la crisis financiera, que ascendió a 700.000 millones de dólares.

Sin llegar a los niveles de Alemania, todos los otros países europeos diseñan paquetes de gasto anticrisis que hace sólo un mes se habrían considerado recetas para la insolvencia: Italia parece haber concentrado sus esfuerzos en el retraso de impuestos, el maltrecho gobierno italiano ha anunciado una inyección de 4 000 millones de euros, lo que supone romper las reglas del límite fiscal de la zona euro; otros países como Francia, Reino Unido y España, han hecho énfasis en los créditos y avales.

El flamante canciller de Hacienda de Boris Johnson, anunció un programa de exenciones tributarias y subvenciones para cubrir el 80 % de las nóminas de empresas nacionales cuyo coste parece tan astronómico que el Tesoro británico ni tan siquiera lo ha calculado.

Todo parece indicar que las políticas monetaria y fiscal se están convirtiendo en dos caras de una misma moneda, ya que muchos gobiernos están aplicando medidas de estímulo monetario y fiscal en serie.

La actual recesión global está resultando en una fusión de lo que tradicionalmente se han considerado las dos alas separadas de la política macro, la fiscal y la monetaria.

Es una cuestión difícil de economía política si el banco central o la tesorería están mejor posicionados para liderar el diseño de una respuesta política efectiva en este entorno. Japón ha estado en esta situación varios años y hasta ahora no ha logrado cortar el nudo gordiano.

La situación es crítica y empieza a ganar adeptos la polémica medida de "Lanzar dinero desde un helicóptero", presentada por la teoría económica como el último recurso disponible en una situación de crisis extrema. Se trata de repartir dinero gratis a toda la gente cuando hay una profunda crisis con el objetivo de aumentar el consumo de las personas y reactivar la economía.

No es deuda para los gobiernos; es, como lo dice la metáfora, dinero “caído del cielo”. El dinero helicóptero, serviría para enfrentar el extraordinario incremento del déficit fiscal que probablemente resultará de las medidas implementadas para limitar el daño económico que está causando la pandemia.

El problema consiste en el escaso margen de maniobra de que disponen los gobiernos para aplicar políticas contracíclicas. Los programas fiscales y monetarios sin precedentes, aprobados por las autoridades en los diferentes países, son insuficientes para cubrir las pérdidas millonarias de los grandes bancos y las empresas medianas y pequeñas, e impedir la ola de quiebras que inevitablemente se producirá.

La pólvora monetaria está mojada, el costo del dinero ya se ubica en un piso que torna cuando menos incierto el efecto reactivador del nuevo abaratamiento. Las enormes inyecciones de crédito o dinero en el sistema bancario serán como "estirar una cuerda" en su efecto sobre la producción y la inversión. La financiación barata no acelerará la cadena de suministro o hará que la gente quiera viajar de nuevo. Tampoco ayudará a las ganancias corporativas si los clientes no están gastando.

En sintonía, Barry Eichengreen escribió en Project Syndicate: “El presidente de la Fed, Jerome Powell, no puede reabrir fábricas cerradas por cuarentena, sea lo que sea que piense el presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Del mismo modo, la política monetaria no hará que los compradores vuelvan a los centros comerciales o que los viajeros vuelvan a los aviones, en la medida en que sus preocupaciones se centren en la seguridad, no en el costo. Los recortes de tasas no pueden perjudicar, dado que la inflación, ya moderada, va hacia abajo, pero no debe esperarse mucho estímulo económico real de estos”.

La principal mitigación económica tendrá que venir de la política fiscal, pero esta, desafortunadamente, genera incógnitas similares. Los créditos fiscales no reiniciarán la producción cuando las empresas estén preocupadas por la salud de sus trabajadores y el riesgo de propagación de enfermedades. Los recortes de impuestos no impulsarán los gastos mientras los consumidores estén preocupados por la seguridad de su cadena de comida rápida favorita.

Hacia el fondo de todo lo anterior subyacen los elevados niveles de deuda acumulada, que lastran la efectividad de las medidas. En efecto, a diferencia de 2008, la nueva burbuja no se localiza en el endeudamiento de las familias o en la fragilidad de los bancos. Se concentra en los pasivos de las grandes empresas (deuda corporativa) y en las obligaciones de muchos estados (deuda soberana).

Además, hay serias sospechas sobre la salud de los fondos de inversión, que aumentaron su preponderancia en la compra-venta de bonos. Los dos principales determinantes de la crisis actual –financiarización y sobreproducción– afectan a todas las firmas que empapelaron con títulos los mercados o se endeudaron, para gestionar los excedentes invendibles.

En un sistema económico altamente financiarizado, el crecimiento económico de empresas y países se ha basado en los últimos años, concretamente desde 2009, en el endeudamiento a bajos tipos de interés. El coronavirus es totalmente ajeno a esos desequilibrios, pero su aparición encendió la mecha de un arsenal saturado de mercancías y dinero (Katz, 2020).

Nunca antes en la historia de la humanidad habían existido niveles tan elevados de endeudamiento público y privado: en términos absolutos, la deuda global alcanzó los 253 billones de dólares en el último trimestre de 2019, lo que equivale al 322 % del PIB mundial. Es decir, la deuda supera, en más de tres veces, la riqueza producida en todo el mundo, lo que supone unos compromisos de deuda superiores a los 32.500 dólares por cada hombre, mujer y niño del planeta.

La implicación, si el virus continúa propagándose, es que cualquier fragilidad en el sistema financiero tiene el potencial de desencadenar una nueva crisis de deuda. De hecho, ya hace tiempo que medios económicos, instituciones financieras internacionales, economistas ortodoxos y críticos, y organizaciones sociales, venimos alertando sobre el riesgo de una nueva crisis global. Uno de los elementos claves de esta crisis es el elevado nivel de deuda.

Este nuevo ciclo de endeudamiento, que se inicia en 2010 a consecuencia de las políticas monetarias en respuesta a la crisis de 2008 y del funcionamiento normal de una economía híper financiada es, según el Banco Mundial, más amplio geográficamente, más rápido y con niveles más elevados de deuda que cualquier otra oleada de endeudamiento pasada en tiempos de paz.

Encontramos endeudamiento insostenible en países del Norte y del Sur global, y los niveles de deuda muy elevada se dan tanto en el ámbito público –con 72,7 billones de dólares (92,5 % del PIB) – como privado, especialmente de empresas no financieras (con 69,3 billones de dólares, el 88,3 % del PIB). También la deuda de las familias ha ido creciendo en los últimos años, especialmente en los Estados Unidos, Reino Unido y en países asiáticos como Corea del Sur, Hong Kong, Tailandia, Malasia o China, reflotando la burbuja inmobiliaria.

El gran aumento de la deuda corporativa no financiera de los Estados Unidos es particularmente sorprendente. Esto ha permitido que las grandes compañías tecnológicas globales compren sus propias acciones y repartan enormes dividendos a los accionistas mientras acumulan efectivo en el extranjero para evitar impuestos.

Pero también ha permitido a las pequeñas y medianas empresas en los EE.UU., Europa y Japón, ganar lo suficiente para pagar a sus trabajadores, comprar insumos y pagar su deuda (que aumenta), pero sin que quede nada para nuevas inversiones y expansión. Es decir, son empresas que durante años no han tenido ganancias reales, derivadas de su actividad productiva, de las que valga la pena hablar, y solo sobreviven en lo que se ha dado en llamar un "estado zombie".

A finales de diciembre de 2019, el saldo global de bonos corporativos no financieros alcanzó un máximo histórico de 13,5 billones de dólares, el doble en términos reales con respecto a diciembre de 2008. El aumento es más sorprendente en los Estados Unidos, donde la Reserva Federal estima que la deuda corporativa aumento de 3,3 billones antes de la crisis de 2008 a 6,5 billones el año pasado.

Para esa fecha, las empresas matrices de Google, Alphabet, Apple, Facebook y Microsoft solo tenían un efectivo neto de 328 000 millones de dólares, lo que sugiere que gran parte de la deuda se concentra en sectores de la vieja economía donde muchas empresas generan menos efectivo que las Big Tech. El servicio de la deuda es, por lo tanto, más oneroso”.

En concreto, y según una simulación del FMI, una recesión tan severa como la de 2009 tendría como resultado que las empresas con una deuda pendiente de 19 000 millones de dólares –alrededor del 12 % de las firmas de las potencias industrializadas– obtendrían ganancias insuficientes para pagar esa deuda.

El hecho de que la disrupción tenga que ver con algo tan sensible como la salud pública dificulta sobremanera el diseño de una estrategia efectiva para minimizar su extensión en el tiempo, aumenta la probabilidad de que se cometan errores en la respuesta y hace difícil la coordinación a nivel internacional, que es esencial para controlar el problema y no crear tensiones adicionales y desconfianza entre países.

Además, cuanto más se tarde en dar la situación sanitaria por controlada, más probabilidad habrá de que aparezcan nuevos efectos adversos sobre la economía, como frenazos prolongados en la inversión (que reducen el crecimiento potencial y hacen colapsar el comercio internacional) o problemas financieros más severos de consecuencias imprevisibles.

¿Hacia un mundo postneoliberal?

Nos enfrentamos a una situación extremadamente compleja. Por una parte, los pánicos en los mercados financieros y el temor de los consumidores paralizados requieren de respuestas políticas y liderazgos fuertes porque las soluciones técnicas no son suficientes para reestablecer la confianza.

Por otra parte, el criterio técnico de médicos y epidemiólogos es a su vez esencial (y en ocasiones más relevante que el político) para poder dar una respuesta adecuada a la pandemia. Esto hace imprescindible que desde las instituciones públicas se mande un mensaje de que “hay alguien al mando” de la respuesta económica (como ya sucedió en septiembre de 2008 ante la quiebra de Lehman Brothers), pero dicho mensaje puede no ser suficiente dada la incertidumbre sobre la evolución de la salud de la población.

En definitiva, se hace necesario un liderazgo fuerte que incorpore los criterios de los especialistas y coordine una respuesta económica para minimizar el daño de la COVID-19 en todos los ámbitos.

Sin embargo, una vez más, los paquetes de rescate se encaminan a salvar fundamentalmente al gran capital.

La primera prioridad ha sido salvar las empresas capitalistas, especialmente las grandes empresas. Si tomamos el paquete de 2 billones de dólares acordado por el Congreso de los EE.UU., dos tercios se destinarán directamente a efectivo y préstamos que pueden no reembolsar a las grandes empresas (compañías de viajes, etc.) y para empresas más pequeñas, pero solo un tercio para ayudar a los millones de trabajadores independientes a sobrevivir con pagos en efectivo y la postergación de impuestos.

Es lo mismo en el Reino Unido y Europa con los paquetes de la pandemia: primero, salvar los negocios capitalistas; y segundo, “ayudar” a los trabajadores. Solo se espera que los pagos para los trabajadores despedidos y los independientes estén vigentes durante dos meses y, a menudo, las personas no recibirán dinero en efectivo durante semanas, si no meses. Por lo tanto, estas medidas están lejos de proporcionar suficiente apoyo para los millones que ya han sido bloqueados o han visto –o verán– a sus empresas despedirlos.

Al propio tiempo, cual ave Fénix renacido de sus cenizas, un FMI moribundo y desprestigiado –junto al Banco Mundial–, parece revivir y volver a la carga, ofreciendo migajas –alrededor de un billón de dólares– para “apoyar” a los países afectados por la pandemia, entre estos por supuesto los más endeudados del mundo subdesarrollado.

Más de 80 países han solicitado ayuda de emergencia a la institución financiera internacional, que todavía se enfrenta a “una extraordinaria incertidumbre sobre la profundidad y la duración de la crisis". Ningún país podrá combatir esta pandemia sin la cooperación global y regional, especialmente las zonas de África, Latinoamérica y el Sudeste asiático, con una deficiencia enorme de sus sistemas sanitarios y donde será imposible recurrir a los gigantescos gastos fiscales necesarios para detener la propagación del virus.

“Nuestra mayor preocupación sigue siendo la posibilidad de que la COVID-19 se propague en países con sistemas de salud más débiles”, señaló el jefe de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Tedros Adhanom Ghebreyesus.

Incluso, se estima que las necesidades financieras generales de los llamados países emergentes es de 2,5 billones de dólares. Irónicamente, el nuevo coronavirus podría contribuir al rebrote de un virus más peligroso y mortal: el neoliberalismo, con sus aberrantes programas de ajuste estructural, generadores de pobreza, miseria y subdesarrollo en todo el mundo.

No cabe dudas de que estamos frente a una situación excepcional y podríamos encontrarnos ante caídas económicas de la magnitud legada por las guerras sin los elementos reactivantes de la economía en su conjunto, característicos de la relación destructiva/regenerativa entre capitalismo y guerra.

John Maynard Keynes pasó gran parte de su vida especulando sobre la posibilidad de que la economía recibiera el poderoso impulso derivado de las guerras pero sin guerra. Fracasó y terminó asumiendo –no sin pesar– que quizá solo una guerra pudiera sacar a la economía de la crisis de los años ‘30 y en esto sí acertó.

Más bien y amén las esperanzas frustradas de Keynes, más que alcanzar en condiciones de paz el impulso que a la economía le otorgan las guerras, el capitalismo mostró históricamente la capacidad –excepcional– de desatar contracciones similares a las sufridas en las guerras, pero “sin guerra”.

La historia de la Gran Depresión y la guerra demostró que, una vez que el capitalismo se encuentra en la profundidad de una larga depresión, debe haber una destrucción dura y profunda de todo lo que el capitalismo había acumulado en décadas anteriores antes de que una nueva era de expansión sea posible. No existe una política que pueda evitar eso y preservar el sector capitalista. Si eso no sucede esta vez, entonces la larga depresión que ha sufrido la economía capitalista mundial desde la “Gran Recesión” podría entrar en otra década.

Las principales economías (por no hablar de las llamadas economías emergentes) tendrán dificultades para salir de esta gran depresión a menos que la ley del mercado y valor sea reemplazada por la propiedad pública, la inversión y la planificación, utilizando todas las habilidades y recursos de los trabajadores. Esta pandemia lo ha demostrado.

Al ser el coronavirus una amenaza global, se requería de un esfuerzo y coordinación global para enfrentarlo con eficacia. Sin embargo, las respuestas que han surgido hasta el momento han sido unilaterales, parciales y dispares.

El marco hegemónico está en disputa y a falta de una nueva “gran empresa” que reemplace al neoliberalismo en crisis, recrudecen las contradicciones y fricciones entre las potencias. A diferencia del 2008 prevalece una total ausencia de coordinación frente al colapso que sobrevuela a la economía.

La sintonía que exhibía el G-20 ha sido reemplazada por las decisiones unilaterales que adoptan las potencias. Se ha impuesto un principio defensivo de salvación a costa del vecino. Comandada en la actualidad por un mandatario brutal, la primera potencia se dispone a utilizar los capitales que llegan allí en busca de protección frente a la crisis, para restaurar el proyecto imperial.

No sólo Estados Unidos define medidas sin consultar a Europa (suspensión de vuelos), sino que los propios países del Viejo continente actúan por su propia cuenta, olvidando la pertenencia a una asociación común. La Unión Europea (y sobre todo la zona Euro) parece repetir los errores de descoordinación y lentitud de respuesta que se dieron entre 2008 y 2013 ante la crisis financiera global y la crisis del euro.

La construcción de una verdadera integración europea exige la creación de una suerte de Plan Marshall “interno”, lo que evidentemente implica sacrificios de todos los países, principalmente de los más ricos hacia los más pobres. Lejos de ello, la crítica situación generada por la pandemia parece acentuar las divisiones y acciones unilaterales (como las restricciones a las exportaciones de material médico anunciadas por Alemania, Francia o Austria), y tiende a abrir brechas que pudieran ser aprovechadas por potencias externas para debilitar la Unión.

Ahora, en medio de una recesión, cualquier déficit se traducirá en un aumento rápido de la deuda en relación con el PIB. Esto generará el peligro real de una repetición de la crisis del euro del 2010 al 2012.  Es creciente el riesgo de que esta crisis termine reavivando la imagen del Estado nación, haciendo aumentar la divergencia económica en el seno de la UE hasta hacer “saltar por los aires” la zona euro.

Es notable como la pandemia devela cada vez con mayor claridad el territorio casi explícito del enfrentamiento entre Estados Unidos y China –por supuesto, involucra también a Alemania y a Europa en su conjunto–, en el que la contención del nuevo coronavirus y el salvataje de vidas humanas emergen como condición de la demostración del poder de los Estados.

“La pelea por el “origen” del virus y la exhibición de fuerzas que intenta China luego de que en apariencia –aunque aún está por verse– y a pesar del gran golpe sobre su economía, habría controlado la pandemia, por un lado y el desarrollo del nuevo epicentro de la enfermedad en Occidente, primero Europa –Italia, España, Francia y Alemania– y ahora Estados Unidos, son distintas expresiones de esto.

La pelea por la autoría de la vacuna que involucra principalmente a Estados Unidos, China, Rusia y Alemania se convierte, en este contexto, en una redefinición de la batalla por la tecnología de avanzada que emergió inicialmente bajo la forma distorsionada de “guerra comercial”.

Como lo expresa un artículo de The New York Times, una carrera mundial armamentista por la vacuna contra el coronavirus está en marcha. El diario señala que aquello que comenzó como una cuestión de quién obtendría los elogios científicos, las patentes y los ingresos de una vacuna exitosa se transforma de repente en un tema de seguridad nacional.

Si bien existe cooperación en muchos niveles, incluso entre las empresas que son normalmente feroces competidoras, la pelea por la vacuna es la sombra de un enfoque nacionalista que podría otorgarle al obtentor, ventajas para lidiar con las consecuencias económicas y geoestratégicas de la crisis. No por casualidad el asunto ya se está militarizando.

En China mil científicos trabajan en la vacuna y los investigadores de la Academia de Ciencias Médicas Militares reclutan voluntarios para ensayos clínicos. Mientras tanto, Trump intentó comprar –sin éxito– a la empresa alemana CureVac para que realizara su investigación y producción en Estados Unidos. También China ofreció su participación accionaria y otros beneficios a la empresa alemana BionTech, igualmente en carrera por la vacuna.

La crisis detonada por el coronavirus ha desencadenado un conjunto de factores que implican una impugnación radical del modelo civilizatorio injusto e insostenible que ha ido conformando el capitalismo a lo largo de su historia y que parece colapsar bajo la globalización neoliberal. Nadie sabe cómo lidiará el capitalismo con este escenario.

Hemos entrado en la era del capitalismo del desastre (Klein), que reclama con urgencia la intensificación del papel del Estado, a la vez que recrudece los elementos de nacionalismo ya actuantes, a medida que se intensifica la presión de los grandes poderes económicos transnacionales que claman de nuevo por su rescate, en medio de la inestabilidad geopolítica general.

Emerge la sensación colectiva de que esta crisis lo cambia todo o, al menos, plantea la necesidad de una reconfiguración global, que favorezca la socialización de los sectores estratégicos de la economía, de la producción y reproducción de la vida. El gran desafío es cómo construir una sociedad global postneoliberal, capaz de enfrentar las crisis futuras con la mirada puesta en el ser humano.

* Especialista y Jefe del Departamento de Comercio Internacional del Centro de Investigaciones de la Economía Mundial (CIEM).

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