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25 de Abril  2024 

El orden económico mundial prevaleciente ni es sostenible ni es soportable

Fragmentos del discurso pronunciado por el Presidente de la República de Cuba, Fidel Castro Ruz, en la clausura del V Encuentro sobre Globalización y Problemas del Desarrollo, celebrado en el Palacio de Convenciones, La Habana, el 14 de febrero de 2003


Viernes 02 de Diciembre de 2016 | 01:00:00 AM 

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La globalización neoliberal constituye la más desvergonzada recolonización del Tercer Mundo. El ALCA, como ya se reiteró aquí, es la anexión de América Latina a Estados Unidos; una unión espuria entre partes desiguales, donde el más poderoso se tragará a los más débiles, incluidos Canadá, México y Brasil. Un inmoral acuerdo para el tránsito de capitales y mercancías, y la muerte de los “bárbaros” que traten de cruzar los límites del imperio por el matadero de la frontera entre México y Estados Unidos. Para ellos no existe Ley de Ajuste que conceda derecho automático a residencia y empleo; cualesquiera que fuesen las violaciones y delitos que hayan cometido; y que fue inventada para desestabilizar a Cuba como castigo por los cambios revolucionarios que tuvieron lugar en nuestra Patria.

Debo expresar resueltamente y sin vacilación alguna, como revolucionario y luchador que cree realmente  que un mundo mejor es posible, el criterio de que la privatización de las riquezas y los recursos naturales de un país a cambio de inversión extranjera constituye un gran crimen, y equivale a la entrega barata, casi gratis, de los medios de vida de los pueblos del Tercer Mundo, que los conduce a una nueva forma de recolonización más cómoda y egoísta, en la que los gastos de orden público y otros esenciales, que antaño correspondían a las metrópolis, correrían ahora a cargo de los nativos.

Entre los inmensos males que agobian a este hemisferio, como es de sobra conocido, está la gigantesca deuda externa, cuyo pago de capital e intereses absorbe a veces hasta el 50 % de los  presupuestos nacionales, en detrimento de servicios vitales para cualquier país: la salud, la educación y la seguridad social.

Los enormes intereses que se ven obligados a pagar los gobiernos por los depósitos en los bancos, para defenderse precariamente de los asaltos especulativos y la fuga de capitales, hacen absolutamente  imposible todo desarrollo con los fondos propios de cualquier país.

El libre cambio de monedas impuesto por el nuevo orden económico, constituye un instrumento mortífero  para las débiles economías de los países que pretendan desarrollarse. Hace rato el dinero ha dejado de ser inevitablemente un valor en sí, como lo fuera en pasados tiempos, que podía ser guardado y enterrado dentro de una botija como piezas de oro o plata.

En Bretton Woods, como todos los economistas conocen, Estados Unidos, que posee el 80 % de las reservas mundiales de oro, recibió el privilegio de asumir el papel de emisor de la moneda de reserva mundial. Pero entonces, por cada papel moneda que emitía, contraía la obligación de convertir en oro su valor. La obligación se cumplió garantizando el valor del papel moneda mediante la estabilidad del precio del oro por el sencillo procedimiento aplicado por el gobierno de ese país, de comprar o vender el metal en cantidades suficientes cuando había excedentes o déficits del mismo en el mercado. Esta fórmula duró hasta 1971 en que un presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, después de colosales gastos militares y una guerra sin impuestos, adoptó la decisión unilateral de suspender la conversión en oro del papel moneda norteamericano.

Nadie podía imaginarse cuán colosal especulación se desataría después con la compraventa de monedas, que hoy asciende a cifras siderales de transacciones que superan el millón de millones de dólares cada día.

Por la credibilidad adquirida, el hábito de usar el dólar como instrumento de cambio aceptado por todos, el enorme poder económico del país que lo emitía, y la ausencia de otro instrumento, el dólar continuó ejerciendo su papel.

De ese privilegio no gozaban ni podían gozar los países latinoamericanos y otros del Tercer Mundo. Nuestras monedas son simples papeles en el mercado internacional. Su valor se limita a la cantidad de reservas en moneda externa, fundamentalmente dólares, con que cuente el país. Ninguna moneda nacional en los países de América Latina y el Caribe es ni puede ser estable. Su valor real puede equivaler hoy a 100, y en cuestión de meses, semanas o días, en dependencia de factores externos o internos, puede ser 50, 40, o el 10 % del valor que tenían. Lo ocurrido con el idílico, utópico y folclórico intento en Argentina de mantener la paridad entre el peso y el dólar, terminó, como era lógico, en desastre; otro tanto ocurrió entre el real y el dólar. Países como Ecuador terminaron lanzando su moneda al basurero, adoptando el dólar directamente como única moneda de circulación interna.

En México, como norma, cada seis años el cambio de gobierno producía una fuerte devaluación que reducía considerablemente el valor de su moneda. Brasil, a raíz del último ataque especulativo y la crisis de 1998, perdió en apenas ocho semanas los casi 40 000 millones de dólares que había obtenido con la privatización de muchas de sus mejores empresas de producción y servicios. 

La fuga de capitales es una de las peores formas de sangría económica que han estado sufriendo los países de América Latina en las últimas décadas. No se trata de remesas de ganancias obtenidas por inversionistas extranjeros; no se trata del saqueo que se deriva del pago de una deuda externa contraída muchas veces por gobiernos tiránicos y corruptos que despilfarraron y malversaron los fondos recibidos, o para asumir responsabilidades derivadas de deudas privadas y en ocasiones de robos o negocios turbios de la banca privada, ni tampoco de las pérdidas crecientes que ocasiona el conocido fenómeno del intercambio desigual; se trata de fondos creados dentro del país, plusvalía arrancada a los obreros mal pagados, o ahorros bien habidos de trabajadores intelectuales y profesionales, o ganancias de pequeñas industrias, comercios y servicios.

El yugo estrangulador que ata a los países latinoamericanos a la fuga de capitales, es la compra libre, sin  restricción ni requisito alguno, de divisas convertibles con moneda nacional, fórmula impuesta como sagrado principio neoliberal por las organizaciones financieras internacionales. Se estima que tales fugas ascendieron, en algunos países como Venezuela, durante un período de más de 40 años, a 250 000 millones de dólares aproximadamente. Súmese a esta cifra los fondos nacionales que escaparon de Argentina, Brasil, México y el resto de América Latina.

¡Gloria al bravo pueblo venezolano y a su valiente líder, que acaban de establecer el control de cambio!, con lo cual ponen fin en su país a la tragedia que he mencionado.

Recuerdo que al triunfo de la Revolución Cubana, en 1959, el conjunto de la deuda de América Latina ascendía solo a 5 000 millones de dólares. Su población, de 214,4 millones, se incrementó a 543,4 millones de habitantes de ellos 224 millones de pobres y más de 50 millones de analfabetos, y su deuda a no menos de 800 000 millones de dólares, en el 2003.

Comencé expresando que todo cuanto existió y existe ha sido impuesto a la humanidad. Coincido enteramente con Carlos Marx, quien afirmó que cuando el sistema de producción y distribución capitalista no exista, y con él desaparezca la explotación del hombre por el hombre, la sociedad humana habrá salido de la prehistoria. Basaba sus razonamientos en el desarrollo dialéctico de la historia de nuestra especie.

Este pensamiento puede parecer a muchos demasiado simple y demasiado distante. Marx estudió el capitalismo en su primera etapa, que coincidió con el nacimiento de una nueva clase llamada a transformar aquella sociedad, que inevitablemente devino explotadora y despiadada, y dar paso a una nueva época y a un mundo justo. Cuando tales puntos de vista sustentó, no existían siquiera la electricidad, el teléfono, los motores de combustión interna, los barcos modernos de gran velocidad y capacidad de carga, la química moderna, los productos sintéticos, los aviones que cruzan el Atlántico con cientos de pasajeros en cuestión de horas, la radio, la televisión, las computadoras. Se libró de la terrorífica visión de la forma irresponsable en que la técnica moderna ha sido utilizada por el hombre para destruir bosques, erosionar la tierra, desertificar cientos de millones de hectáreas de suelo fértil, sobreexplotar y contaminar los mares, liquidar especies vegetales y animales, envenenar el agua potable y la atmósfera.

Marx, que elaboró su teoría en las condiciones de Inglaterra, el país más desarrollado de la época, no planteó la necesidad de una alianza obrero-campesina, ni pudo percibir todavía el colosal problema que sobrevendría del mundo colonial de aquel entonces, algo que Lenin, su genial discípulo, siguiendo la línea de su pensamiento en las circunstancias especiales del Imperio Ruso, descubriría y profundizaría después.

En época de Marx, que observaba el desarrollo acelerado de la revolución industrial inglesa y la incipiente industrialización de Alemania y Francia, nadie habría sido capaz de prever, salvo que asumiese una actitud de adivino, algo tan ajeno a su carácter, el papel que vendría a desempeñar Estados Unidos de Norteamérica apenas 60 años después de su muerte.

Mientras Malthus sembraba el pesimismo, él alentaba la esperanza.

En aquel tiempo la geografía del planeta y las leyes que rigen la biosfera tierras, bosques, mares y atmósfera eran poco conocidas. Muy poco se sabía del espacio. No existía la teoría de la relatividad ni se había escrito una palabra sobre la gran explosión, el «big bang».

Marx creía por encima de todo en el desarrollo de las fuerzas productivas y las posibilidades infinitas de la ciencia y el talento humano. Concibió un mundo cabalmente desarrollado como condición sine qua non de la existencia de un sistema social capaz de producir los bienes necesarios para la plena satisfacción de las necesidades materiales y espirituales de la sociedad. No concebía la Revolución en un solo país, y vio tan lejos, que fue capaz de generar la idea de un mundo globalizado, tal como lo entendí siempre, hermanado en la paz y en el acceso al disfrute pleno de las riquezas que fuera capaz de crear. No podía pasar por su mente la idea de un mundo dividido entre pobres y ricos. “Proletarios de todos los países, uníos”, proclamó, que en el mundo real de hoy podría interpretarse como un llamado a la unión de todos los trabajadores manuales e intelectuales, los campesinos y los pobres de todos los países, en busca de lo que se ha dado en llamar “un mundo mejor”.

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